Alguien nos está avisando, pero no entendemos las señales. Hay ruido y, mezclados con él, algunos destellos de claridad de los que sí nos percatamos, incluso disfrutando conscientemente de las ventajas que nos aportan. Pero no sabemos trazar las líneas que nos llevarían a una comprensión integral de lo que está sucediendo. En consecuencia, ni extraemos todas las ventajas de la situación, ni sabemos entender las implicaciones y, para acabar de confundirlo todo, diseñamos políticas contraproducentes frente a fenómenos indeseables cuyas causas tampoco sabemos relacionar.

La longevidad se expresa con fuerza desde hace más de un siglo en todas las sociedades, a todas las edades y para todos los grupos sociales. Cada año que pasa vivimos dos meses y medio más. La edad equivalente hoy a los 65 años de 1900 (en los países avanzados) podría estar más cerca de los 90 que de los 80 años. No se envejece, se vive cada vez más. Y un sujeto de 65 años hoy es mucho más joven que otro de esa misma edad en 1950, no digamos en 1900.

Estos son los hechos que, de una u otra manera, nuestro cuerpo registra y nuestra mente entiende. Y, en consecuencia, disfrutamos plenamente en nuestra vida cotidiana. Es verdad, la creciente esperanza de vida a todas las edades, el acceso a edades avanzadas y muy avanzadas de cada vez más individuos en todos los países y grupos sociales, conlleva una mayor prevalencia de enfermedades, discapacidades y otras condiciones de salud que están sembrando la inquietud entre la población y poniendo en tensión los recursos destinados a los sistemas sanitarios y de dependencia. Pero los laboratorios desarrollan ya las terapias que contrarrestarán de forma generalizada muchas de estas patologías, cronificando muchas de ellas y curando muchas otras. En unas pocas décadas lo veremos.

La longevidad y la jubilación

Lo que no acabamos de entender es que la creciente longevidad nos interpela vivamente en el plano de las instituciones destinadas a gestionar la jubilación. Tanto las instituciones públicas, como la Seguridad Social, como las instituciones privadas, civiles o de mercado, como los planes de pensiones o los sistemas laborales y profesionales.

Vidas más largas conllevan periodos adicionales en los que cubrir una serie de necesidades cotidianas. Pero también una mayor generación de un recurso valioso que no sabemos gestionar productivamente: el tiempo. Para entender lo que quiero decir hay que focalizar una barrera etaria: los 65 años.

Los 65 años es la edad a la que estableció la jubilación hace más de un siglo, cuando se inventó la Seguridad Social en la Prusia del Káiser Guillermo y del canciller von Bismarck. Entonces, la esperanza de vida al nacer en los países más avanzados del mundo era de unos 40 años y, a los dichos 65 años, quedaban todavía unos 10 años de vida. Hoy, la esperanza de vida al nacer supera los 80 años y a los 65 años quedan todavía más de 20 años de vida. Pero la edad de jubilación no ha cambiado en más de un siglo.

Esta rigidez es normativa, pero también es cultural y está instalada en la mente de cada uno de nosotros. Se manifiesta en los ambientes y frente a las decisiones más diversas. Y se traduce en que el extraordinario regalo que recibimos cada año, de dos meses y medio adicionales de vida, acaba desperdiciándose por el sencillo motivo de que las ganancias a la mortalidad que ello implica se producen mayoritariamente para edades superiores a esos 65 años.

El ámbito en el que con mayor agudeza se manifiesta esta contradicción es en el de la jubilación. Dejando aparte la aberrante práctica de las mal llamadas “prejubilaciones”, que se producen mucho antes de los 65 años y que en absoluto responden a figuras normativas (inexistentes) de la Seguridad Social, basta con contemplar la enorme resistencia social a la adaptación de la edad legal de jubilación a este imparable avance de la esperanza de vida.

El aumento de la esperanza de vida, y no otra causa, como la tan invocada caída de la natalidad, es lo que está detrás de la insostenibilidad de los sistemas de pensiones. Es más, allí donde la sostenibilidad está garantizada sea cual sea la esperanza de vida, como en los sistemas de capitalización, de contribución definida, es la suficiencia la que se resiente ante la necesidad de distribuir una “hucha de pensiones” dada durante un periodo de vida cada vez más largo. La resistencia institucional, social e individual a adaptar la edad de jubilación con la esperanza de vida es una garantía para la insostenibilidad y, en definitiva, para la insuficiencia de las pensiones.